Érase una vez, en el tiempo de los Dragones, un joven que dedicó su vida en cuerpo, mente y alma a recorrer caminando todos y cada uno de los confines de la Tierra.
En su andar, recorrió ríos, lagos, mares, océanos, montañas, llanuras, bosques, selvas y desiertos… Un día se encontró con algo que nunca había visto antes. Se encontró con un desierto de fina y cristalina arena blanca que, cual espejo, reflejaba con gran nitidez la inmensidad y la belleza del cielo; tanto era así, que parecía que caminaba sobre él.
Este desierto se extendía más allá de lo que su vista lograba atisbar. En medio de este, se topó con un majestuoso árbol de proporciones inimaginables; que daba una fresca y cálida sombra que parecía no acabar nunca. Una sombra envuelta en un silencio y misterio sin fin. En aquel momento se dio cuenta de que había llegado a un lugar muy muy especial.
Se paró debajo de él, sin percatarse en ningún momento de que estaba debajo de un árbol capaz de materializar cualquier pensamiento que tuviese.
-¡Cuanto me gustaría descansar en una cómoda cama!- Pensó el joven. Y de repente, como por arte de magia, al mismo tiempo que estaba pensándolo, se materializó delante de él una cama ¡que la de ni un Rey de aquella época!. Se sentó en ella contento y al instante sintió una agradable sensación de descanso recorrer con sutileza todo su cuerpo.
-¡Cuánto me gustaría que un buen masajista me diera un masaje y me quitara de encima toda la tensión que tengo acumulada de tanto caminar!-Pensó el joven. Y tal cual lo dijo, tal cual se personificó. Después de tres horas de masajear cada uno de sus músculos, fascias, tendones y ligamentos, el masajista acabó su masaje y tal como apareció, desapareció. El joven sintió su cuerpo tan blandito como el de un bebé.
De pronto, una sensación de hambre y sed atroz comenzó a brotar con fuerza desde su interior. -¡Cuanto me gustaría comer y beber hasta saciar completamente mi hambre y mi sed!- Pensó el joven. Y ante sus atónitos ojos se concretó una interminable mesa de roble, con un mantel color verde esmeralda, sobre el cual habían dispuestos en recipentes de brillante oro los más exquisitos manjares y bebidas que un hombre ha visto jamás. Nunca antes sobre la faz de la tierra hubo ni habrá una mesa así dispuesta. El joven comió y bebió, y cuando terminó de saciarse, desapareció la mesa con todo lo que en ella había.
El joven se recostó en la cama, nunca se había sentido tan pleno desde que sintió la llamada de recorrer caminando cada uno de los confines de la Tierra. Y con deleite, comenzó a recapitular, manteniendo los ojos cerrados, acerca de todo lo que había acontecido bajo aquel majestuoso árbol. Justo cuando degustó el último recuerdo, comenzó a ser embargado por una profunda sensación de sueño que lo adentró en la duermevela. -Cuanto me gustaría dormir durante unas cuantas horas, espero que no pase un tigre por las inmediaciones- Soñó el joven con lucidez. Y mientras dormía, apareció un Tigre de enormes proporciones, con grandes y afilados colmillos; y lo devoró.